El Recuerdo
De Tus-Mis-Ojos
Tengo el disparador entre las manos. La forma es de un pistilo dócil esperando hundirse en el cuenco duro de sus pétalos. Las manos las tengo unidas. Están protegidas en el regazo. Delante de mí está la Leica. Está en el trípode con su elegante solidaridad, íntima, con la hidalguía de la reserva. Desde el taburete percibo el olor del cuero macerado de la empuñadura. Es solaz, sencillo, vital. Desde su centro percibo destellos del anillo del enfoque ranurado. Estoy pensando. Estoy pensando en recordar todo lo que veo. Por ejemplo, desde aquí, desde la torre del taburete, quiero recordar los números incrustados en el aro color estaño. Recuerdo el 0.45 que también es una fragancia. Es la fragancia de la tinta alemana que se hunde y se bifurca en el cero, en el punto redondo, en el cuatro y en el cinco. Cero cuarenta y cinco son tres palmos de distancia a las flores o a una nariz, o a la frente en ceño de ella. Quiero recordar porque me voy a ir. Quiero recordar porque quiero llenarme de pasión, de este aire que llena el espacio que hay entre la Leica y yo. He unido mis manos protegiendo al disparador con su cuerpo trémulo y quebradizo. Me he puesto la blusa que más me gusta y la que uso casi todos los días. También he esperado la tarde. He esperado a un meticuloso rayo de sol. Hace días que mis manos vienen capturando los pertrechos necesarios para dar con ése rayo de sol. He estudiado la tarde, la tregua de la ventana y de sus cortinas. Todas estas simples tardes he refrenado a pulso el torrente de luz que cae con su pico de ave en mi cocina. He pensado en el sólido taburete y en mi cara esperando como ahora esperan mis manos unidas. He pensado en la señal blanca posándose en mi rostro, y he pensado en el momento de sujeción en que mis manos, como ahora, esperan accionar el obturador porque sí. Porque el lado de allá no es como lo dice Cortázar. No es un relato de nubes que pasan cuando uno está contando una historia. No es una conjugación de verbos trastocados porque no hay tiempo. No es infundir el espacio porque no haya espacio. Porque yo soy pasión, el tiempo es pasión, el espacio es pasión. Porque yo cuento mi historia de miles de maneras no necesito de nubes. O tal vez sí. Algunas necesito. Por ejemplo necesito algunas nubes de Córdoba para que me nublen el día, pero no lo suficiente como para impedir que use la Leica. Necesito la pose de Laura con el desenfado de sus pantalones cortos que convierten a sus piernas en espigas. Posa desenvuelta, con las manos como señalando al camino. El gesto a medio hacer y la sonrisa completa. Amo a esta mujer, desde aquí, desde el siempre, como la amé desde allí, desde Córdoba, con su paisaje pequeño de arbustos que no se animan a volar y los cerros no se animan a crecer. Laura está casada, con dos hijas. Yo soy soltera, desde el siempre. Tal vez por eso mis ojos oculten cosas. Tal vez por eso sean bellos. Por eso he preparado el taburete. He ido eligiendo la luz todos los días para que diera sobre él. Del tiempo he hecho un almácigo y me he ido comiendo sus frutos. Pero yo no soy sola. Por eso traje a la Leica.
Porque es una máquina que respira tiempo y se lo come a borbotones glosados, y porque me necesita. Yo guío su diafragma. Tranquilizo su obturador. Esto lo aprendí desde que estoy aquí, en el lado de allá, en el lado que, si yo terminara de creer, vería nubes atravesar relatos. Pero de alguna manera ya lo sabía cuando estaba en el lado de allá. Por eso la Leica estaba siempre conmigo, aunque yo creyera manejar la belleza moviendo palanquitas, abriendo y cerrando aberturas, de la misma manera que cuando uno es chico y mira el mundo a través de un puño apenas abierto, con el ojo libre bien apretado en párpados, y esa pequeña mano que es un tubo y trata de aprehender lo que hay afuera. Así la estoy mirando a Laura que posa para mí, en este sol que a veces descubre las nubes. Me pregunto si en la foto saldrán estas ganas de tenerla, porque por este pequeño tubo, que no es mi mano, trato de saber cómo aprehender su pecho, cómo llenar su sonrisa y de mostrarme que lo único verdaderamente vivo que hay aquí es ella. Pero la foto sale así, ella un poco lejos, pero central, con la fuerza imaginativa en sus ojos, sus brazos como señalando el camino, la vegetación pobre, pero con la vehemencia retorcida de sus espinas y yo la veo con las piernas ágiles, flacas de adolescente, con una sonrisa que me elige a mí, y yo también aparezco, involuntaria, porque el sol, que a veces aparece, le da en la cara y entonces mi sombra crece, se estira y avanza sobre el encuadre, y mi sombra sigue en movimiento aún en la foto, porque para sorprenderla utilicé mi cintura, para tomarla por los ojos utilicé mi cuerpo y desplacé mi cadera, acompañé a la Leica que la seguía inspirada en sus hombros descubiertos; la Leica con su gran boca ávida de tiempo, con su cuero con regusto a animal, a becerro rojo montañoso, a sudor de fuego de mis manos y mis anhelos. Entonces tratando de encontrarla aparezco. El sol se ríe de mí, revela mi torpeza y me proyecta como un obscuro cuerno elevado, taciturno, un extraño hombre milenario con sotana, en busca de agua. Y es mi figura obscura la que me recuerdo, de este lado, sosteniendo una fotografía, la mía, la otra, la que aparezco con la blusa que más me gusta, la fotografía terminada, con un solo rayo en la cara, envuelta en espacio negro, igual que este eterno ahora donde puedo conjugar cualquier tipo de tiempo, donde el espacio es pasión, es mi ojos, los tuyos, y mi comisura que se alarga, sin separar los labios, como un brumoso y acariciador puñal.
ALEJANDRO DEL POPOLO. Nació el 16 de enero de 1970 en Rosario. Ingeniero de profesión y fotógrafo de vocación, ha realizado varios talleres de escritura, uno coordinado por la escritora Andrea Ocampo y actualmente con el dramaturgo y escritor Leonel Giacometto.
Analecta Literaria
Revista de Letras, Ideas, Artes y Ciencias.
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