3/3/11

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Paula Escudero


Tiempo Muerto
© 2016 Punto de Partida Para Analecta Literaria

 
Estoy en la sala de espera del sanatorio y las caras son siempre las mismas. Algunos hombres se dedican a dormir, y emiten ronquidos con la boca tan abierta, que podrían tragarse a la persona de al lado. Son los mismos a los que a veces, en un gesto impúdico, y sin detectar la presencia de otros, les cuelga la baba en un hilo blanquecino, casi invisible, y son los que seguramente, despertarán de un salto cuando el médico los llame por su apellido. Entonces no tendrán ni tiempo de desperezarse, ni de arreglar los dos pelos locos que se les caen sobre la frente y aún resisten.


Nadie parece sumamente entretenido. Las caras son repetidas. De cansancio, de aburrimiento, de bronca. Una nena que tendrá unos seis años se sienta en el piso de cerámico y saca un rompecabezas del bolsillo del pantalón. Intenta armarlo durante largos minutos hasta que lo logra. Arma y desarma la escena una y mil veces. Frunce el ceño, cambia de posición. Primero se sienta en canastita, luego en cuclillas y al final se cansa de todo. Tira todas las piezas por el aire y se para. Observa al resto de las personas. No les saca la vista de encima. La mayoría le baja la mirada y finge no verla, como si no existiera. Otros le sonríen con un gesto forzado, como si fuera una obligación caerles bien a los chicos. La nena da vueltas en círculo y comienza a llorar a los gritos. Un hombre de barba canosa, con un traje a rayas, la llama por un nombre que no llego a comprender, y ella se tranquiliza. Pocos segundos después, la nena se queda dormida en los brazos del hombre, y vuelve el silencio a invadirlo todo. Mientras, trato de leer una revista que por lo menos tendrá diez años, y cuyos chismes ya han sido develados en exceso. Mis ojos intentan cerrarse y las horas no pasan más. Miro una a una las puertas rectangulares con números. Cada consultorio es un mundo privado. Casi ni se escuchan voces desde el interior, y sólo puedo detectar la palabra "Gracias, doctor". Esa es la clave para saber si por fin me tocará entrar. Otras quince o veinte personas ocupan sus asientos con desgano, y de vez en cuando, persiguen con la vista las agujas del reloj que adorna la pared. Una mujer camina por los pasillos y golpea todas las puertas de los consultorios. Viste un guardapolvo blanco, lleva el pelo recogido en un rodete a punto de desmoronarse, y un par de zapatos que quizás en alguna época fueron blancos. Pero ahora sólo tienen raspaduras. Luce las mejillas enrojecidas y el maquillaje un poco corrido. Le brillan los ojos como si hubiera llorado durante largas horas, y todo lo que hace es seguir caminando y golpeando puertas. Lo curioso es que nadie le abre, pero no abandona su costumbre de chocar los puños con determinación. Cuando termina, otra vez vuelve a comenzar. Y yo formo parte de ese grupo de ojos que la mira con extrañeza pero que finge no verla.
   
Una chica llega a los apurones. Se queda apoyada en la pared, en ese pequeño espacio que existe entre el matafuego y un cuadro falso de Miró. Es demasiado alta. Las piernas le sobran y lleva un pañuelo de colores atado a la cabeza, de la misma forma que lo usan los piratas. Tiene la tez blanca como la leche. Y no veo ningún pelo que asome por debajo del pañuelo. Donde se unen el cuello con la oreja izquierda luce un tatuaje. Un ataúd con corazones. Cierra los ojos y sólo los abre cuando sale algún médico para llamar a los pacientes por el apellido. La médica que tiene el consultorio cerca del matafuego sale a la puerta, y eleva la voz para llamar. Recorre con los ojos todo el espacio pero nadie se levanta de su asiento. Nadie se da por aludido. A la tercera vez, la médica frunce la boca en un ademán de incertidumbre y cierra la puerta. La chica del tatuaje sigue apoyada en la pared junto al matafuego.
   
Miro mi reloj y compruebo que ya han pasado dos horas. Las plantas de interiores se desmayan sobre  los macetones de mármol. Escucho la voz lejana de la recepcionista, que explica a una mujer de voz anciana los trámites que tendrá que realizar para internar a su marido. Dos veces le repite la misma historia. Es como una secuencia. La mujer de voz anciana y grave, pregunta de nuevo las mismas cosas. La recepcionista, con un tono que demuestra impaciencia, levanta la voz. Se escucha el silencio que ambas dejan. Después nada. Una señora alta, de pelo ralo y ojos muy azules me toca el hombro. Su aliento me roza la mejilla. El reflejo de la luz que choca en sus anteojos me despierta de mi estado de vigilia. Me pregunta exactamente lo mismo que le ha preguntado a la recepcionista. Salgo de mi estupor y le digo todo de memoria. Sonríe y me agradece. Se sienta cerca de mí, en el único lugar que queda libre.
   
Dos hombres entran a la sala de espera. Uno lleva un bebé, colgado de una de esas mochilas. Cuando el bebé llora, usando la fuerza máxima de sus pequeños pulmones, uno de los hombres lo toma en brazos y le relata un partido de fútbol. Primero en una voz baja, tan baja que resulta inaudible. Luego gana entusiasmo y comienza a gritar. Nombra a jugadores de fútbol, insulta al réferi y lagrimea lágrimas de emoción. El bebé parece calmarse. El otro hombre se sonroja, y lo vuelve a poner en la mochila. Ambos se sientan cuando una pareja abandona sus lugares. La gente los mira y no entiende nada. Entonces el nene llora de nuevo. Más fuerte, más fuerte.
   
Más fuerte.
   
El relator improvisado de fútbol, se para con el bebé en brazos y vuelve a la carga. Por momentos, el hombre grita tanto que una chica con guardapolvo rosa (supongo enfermera) le ruega que baje el tono de voz porque de lo contrario llamará al empleado de seguridad.  La situación se repite. Un señor de mínima estatura, con hombros muy anchos, nariz de boxeador y cara de Bulldog, se acerca a los dos hombres y los invita gentilmente a retirarse.  Lleva un uniforme color verde militar, con una insignia que dice seguridad en el hombro derecho. Los saca de la sala de espera en pocos minutos. Luego el hombrecito se calza una campera de cuero ajustada al cuerpo y se va por la puerta principal. En unos minutos, los hombres del bebé reaparecen. El nene rompe en llanto.


PAULA ESCUDERO nació en Rosario el 25 de abril de 1973. Durante 4 años fue columnista de la revista rosarina ADN y para el semanario ADN. Allí se dio el gusto de escribir columnas de humor como Sálvese quien pueda y Esta boca es mía. Además expuso su visión de la realidad en Las 2 campanas. Participó del taller de narrativa de Rosy Mendicino durante dos años y le tomó el gustito a la literatura y a los debates con los compañeros. Luego cambió de aires y siguió por el mismo camino junto a Jorge Barroso. Actualmente, y desde hace dos años, forma parte del taller de narrativa coordinado por Leonel Giacometto.


Analecta Literaria

Revista de Letras, Ideas, Artes y Ciencias.

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