10/3/11

Tag:

Ana Danich

De Madrugada




Esta madrugada desperté sobresaltado. No sabía si lo estaba soñado o era realidad, pero mi oído sensible me habló de un grito sobrehumano. No estaba  seguro de dónde provenía, quizás de la calle, tal vez de la casa de algún vecino. No lo sé. Lo que si sé es que fue una llamada de alerta que hizo crujir mis dientes.

Estoy acostumbrado a escuchar esos gritos varias veces a la semana, pero hoy desperté particularmente receptivo a los sonidos. Oído de brujo, dice mi mujer, que nunca presta atención a nada, ni le interesa.

En la oscuridad de la noche, me deslicé en las tenues luces que se escurrían entre las cortinas recién lavadas y planchadas en la tintorería. Bajé despacio las escaleras y me arrimé al visillo de la puerta como un gato que se acerca con sigilo a la presa desprevenida.  Mi mano corrió  la cortina con suavidad, esperando no ser descubierto por algún transeúnte trasnochado que volvía quién sabe de qué lugar prohibido.

Mis ojos recorrieron la calle solitaria de un extremo a otro. Ni los perros andaban por ahí, sólo las hojas del otoño caían sin  ruido sobre las aceras húmedas.


Mientras la noche se adueñaba de los umbrales vacíos, pude ver las ramas de los árboles surcar los balcones vecinos con la impunidad de aquellos que sin saberse observados, dibujan figuras fantasmales sobre las fachadas de las casas y  entrelazan un diálogo de silbidos tenebrosos alentados por el viento de un inminente invierno.

Eran las 3,15 de la madrugada. Lo sé porque el tren que pasa por la estación que está a cuatro cuadras de mi casa siempre es puntual. Es el mismo tren  que me ha hecho perder el sueño profundo que tenía de niño; el mismo que me arranca muchas veces del calor de las sábanas y me obliga, desvelado, a buscar dentro de mi ensueño la explicación a mis tensiones y angustias.

Aunque ahora recuerdo; sí,  recuerdo.

Recuerdo que siendo niño, mis hermanos mayores que gastaban bromas por doquier, siempre entraban a mi habitación vestidos con trajes viejos de mi padre o tules negros que mi madre había usado en el entierro de algún pariente, provistos de lámparas o velas debajo de sus rostros, cantaban alguna canción procedente de  mitos o leyendas norteñas; a modo de lamento decían:

— La muerte te espera, te espera la muerte, cuando duermas también llegará para ti.

Lo recordé nítidamente, mientras espiaba la calle desierta.

También recuerdo que mi padre, (no mi madre, porque a ella nada le importaba), los castigaba con dureza cuando yo le contaba del calvario que me habían hecho padecer esa noche.

Y me pregunto: — ¿Por qué no corrí a la habitación de mis padres cuando eso sucedía?

 Era un niño todavía; no correspondía que se me tildara de cobarde o de estúpido; si lo era, y  mi edad me protegía de cualquier calificativo que pudieran atribuirme los demás. Sin embargo no corría aterrorizado a la habitación de mis padres. Soportaba estoicamente el miedo que muchas noches mis hermanos infligían a mi ser desprotegido, rumiando que algún día, cuando creciera, ya no me tratarían como a un tonto para practicar sus juegos diabólicos y la tortura terminaría cumplidos los años necesarios y aprendiera a defenderme.

 El tiempo  pasó y mis hermanos, ya crecidos, se dedicaron a molestar de diversas maneras a otros más débiles que yo. Sin embargo, cuando las madrugadas se avecinaban, mi sueño se interrumpía y los fantasmas del pasado se apoderaban de mí como tropas maléficas, con rostros sangrantes, donde pululaban insectos y gusanos que caían a mi cama, se escurrían entre mis sábanas recién lavadas y planchadas, dejando un hedor nauseabundo y manchas negruzcas en los pliegues.

Mi madre me retaba, no entendía cómo cada tantos días mis sábanas aparecían hechas un asco. Así que las mandaba a lavar y planchar a la tintorería, porque  no  soportaba  tanta inmundicia, ni sus manos  podían tocar semejante asquerosidad, mucho menos de su hijo.

La noche seguía su curso como un río oscuro que vertiginosamente desemboca en el mar. Yo miraba alucinado tras el  vidrio de la puerta los árboles que oscilaban en un vaivén mágico, semejantes a  esqueletos bailando una danza sombría al compás del bramido del viento.

No había encendido las luces para no molestar el sueño de los habitantes de la casa. A mis espaldas sentí amenazante la oscuridad del vestíbulo  apoderándose de la estancia como si un gigante cayera sobre mí para arrancarme el corazón y tragarlo sin piedad.

Temí darme vuelta y ver el rostro del pasado. Temí ver la silueta de mis hermanos arrastrándose como ánimas. Temí que resonara una vez más su cántico ululante.

Temí regresar a la niñez.




ANA DANICH. Poeta y narradora argentina nacida el 22 de julio de 1957 en Rosario, Provincia de Santa Fe. Ha realizado diversos talleres literarios, entre ellos, el Taller de escritura en Biblioteca Argentina Juan Alvarez, profesora Celia Fontán; el Taller de lectura Biblioteca A. Juan Alvarez y el Taller de Tragedia Griega con el profesor Humberto Lobbosco.

Analecta Literaria

Revista de Letras, Ideas, Artes y Ciencias.

0 comentarios:

Publicar un comentario

 

Ads