16/10/14

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Ana Danich


La Terminal




Cuando despertó a la mañana,  sintió  que éste  día no sería como otros. Últimamente, éstos transcurrían en la vaga lentitud de las horas, sin ningún altibajo que la sacudiera de la continua sucesión de hechos cotidianos. Vio la luz que entraba por la rendija  de la ventana desvencijada. Cada amanecer era así, una luz que entraba y le pegaba justo en los ojos cuando  dormía sobre el lado derecho, y cuando lo hacía sobre el izquierdo, el haz se reflejaba contra la pared y desde ahí rebotaba hasta su frente. Pero esta mañana se había despertado tarde, el sol entraba perpendicular como un latigazo enceguecedor. Se quejó porque el sueño se había convertido en  un altibajo que le hacía abrir los ojos en la noche y espiar la rendija, esperando vislumbrar el amanecer. 

El sol hirió su mirada; sintió que  era un presagio anunciándole que este día sería distinto. El muñequito que todas las noches  murmullaba en su oído, dormía plácidamente. Pensó que era mejor  dejarlo así, recostado sobre la almohada.  Sin decir palabra, se levantó suavemente para no llamar su atención. 

Pensó que era el momento justo para hacer algo fuera de lo habitual. Recordó que debía comprar el pasaje para el viaje que se avecinaba; los días habían pasado y ella todavía no había resuelto ir. Esta mañana, se alistó; iría  a la estación y terminaría con el agobio que le producía decidir de una vez por todas, irse, viajar, cambiar de aire.

Cuando abrió la puerta de calle, la marea humana le rasgó la piel, casi retrocede abrumada por el calor sofocante que transmitían los cuerpos con su andar vertiginoso por las veredas sucias. Corrió hasta el ómnibus y subió de un salto. El conductor la miró atónito.  Nunca imaginó que una mujer pudiera saltar así. -Como una pantera- se lo escuchó susurrar. Se acomodó en un asiento y cerró los ojos; no quería ver.

Llegó  a “La Terminal” en menos tiempo que el aleteo de un colibrí. Desde lejos advirtió la división entre la nueva y vieja edificación, el laberinto por donde otra marea humana, semejante a las que temía, se movía errática, buscando ciegamente la ventanilla donde comprar pasajes. Dudó  por un momento si había hecho bien en  salir  justo ese día en que todo parecía moverse como un carrusel, dentro y fuera de su cabeza.

Llevaba la cartera apretada contra su pecho. Adentro, el libro que su amiga le había regalado en su último viaje a la gran ciudad. Por varios días había querido leerlo y esa mañana le pareció que era el momento indicado, pensó  aprovechar el viaje de ida y vuelta hasta “La Terminal”. -Es mejor así- dijo en voz baja. -Es mejor leerlo en un lugar dónde el muñequito no interrumpa mi pasión-

Entró a la estación y se sintió perdida. La recorrió de punta a punta buscando la boletería. A primera vista no encontró  la que buscaba. Percibió en su interior la misma desesperación que le producía la inseguridad del vacío. En ese momento, sintió el imperativo  de que el muñequito estuviera alojado en su cabeza. Después de todo, era el único que le procuraba seguridad; aunque lo odiara, aunque quisiera asesinarlo noche tras noche;  hoy, particularmente, lo necesitaba.

En la oficina de informes, un morocho de sonrisa maliciosa y aliento nauseabundo, le indicó que la ventanilla donde debía comprar el pasaje, se encontraba al otro lado de la estación. - En la parte nueva – dijo, torciendo los ojos hacia el oeste, y sin más, continuó sorbiendo la boquilla de un mate que chorreaba baba por el filo casi  plateado, opaco por desgastado debido a las innumerables bocas apestosas de empleados públicos que habían pasado por ella. 

Retrocedió asqueada.

No sabía si estaba viviendo el momento, si era real. Hacía meses que no salía de su casa.  Hacerlo esta mañana, daba un aire ficticio a la sucesión de acontecimientos que  repetían  imágenes girando en espiral.

Temió por su vida.

Caminó por La Terminal y esquivó a los perros vagabundos que pululan por ahí desde hacía años. La mugre en sus lomos y patas  le produjo  una sensación de horror, no quería verlos, mucho menos que la rozaran. Sus cuerpos se contorneaban cerca del suyo, el roce la aterrorizó, sintió nauseas al pensar que alguno de ellos pudiera  tocarla. Apuró sus pasos sin mirar atrás; los perros la siguieron, ensuciando sus pantalones  con la baba que caía entre sus colmillos. Recordó a su madre que en otra vida siempre le había alertado sobre esos animales, y de cómo debía huirles para que no mancharan lo que debía permanecer inmaculado. 

Corrió;  no se detuvo.

Corrió por la calle con la desmesura de aquella a la que una boca gigante la persigue para tragársela, hasta hacerla desaparecer entre sus fauces.

Trepó al primer taxi que vio pasar. Necesitaba regresar, volver al vientre de su casa, único lugar dónde  sentirse segura. Ubicada en el  asiento, abrió el libro que su amiga le había regalado  en la gran ciudad. 

Leyó: -“Las estaciones me producen el miedo a no encontrar la plataforma y que el micro que tengo que tomar parta sin mí”-. 

Levantó la vista del libro. A medida que el taxi se alejaba, observó por la luneta trasera la edificación siniestra de “La Terminal”; una combinación entre antiguo y moderno que dañaba las líneas arquitectónicas. Vio cómo el polvo de la calle trastocaba las imágenes en ese día invernal. Vio a los perros que corrían detrás y  se esfumaban  igual que sombras fantasmales entre las ruinas de una ciudad deshabitada. La plataforma inmersa en el fabuloso edificio, había desaparecido y también el micro que partió sin ella.


Analecta Literaria

Revista de Letras, Ideas, Artes y Ciencias.

3 comentarios:

  1. ¡"Corazón de Manhattan"! Sorpresa mayúscula cuando encuentro citadas dos líneas de mi novela en tu hermoso texto, Anita.

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  2. Maria Lyda, ya te dije que el cuento lo inspiró tu Corazón de Manhattan, el libro del que estoy hablando aquí es el tuyo, rubia de New York. Bso

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  3. plas plas plas, y mi abrazo Ana querida!!

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