4/9/13

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Alejandro Del Popolo


Hagakure



Hace sólo un instante atrás, comprendí por qué mi rostro no está hecho a la forma de los rostros bárbaros. Hace sólo un instante atrás, una voz musitó en mi oído: estamos construyendo un mundo mejor. Hoy, conmigo, muere la última de las facciones que tantas veces asoló la isla de Hihaka. Mi paso por la tierra fue siempre decidido y firme. Desde los seis años he sido dedicado al servicio de los dioses, que también son las cabezas visibles de mi clan. Yo, que soy el poniente y la garra del águila, me dispongo ahora a entrar a los aposentos de mis padres. Antes que se acueste el sol los abrazaré y pensaré en el camino recorrido. Me verán entrar a través de la luz y yo los veré esperar a través de la luz. Nos abrazaremos cuando olvidar vuelva a ser inocente. Pero ahora el día clama mi cuerpo presente. La batalla tiempo hace que fue decidida. Hay un olor animal muy fuerte. La incógnita de los años pasados se va a develar. Un instante más y sabré lo que es eso, y solamente por eso sé que mis padres hoy están conmigo; hoy, que hay una pequeña brisa, y esta pequeña brisa me recuerda cuando éramos niños y los miraba a la cara y hacía cosas de niños; me recuerda cuando nos sentábamos a la orilla del río y mirábamos la flor de loto y entre risas nos burlábamos de nuestro maestro que la imitaba sentado. 

Nuestra posición siempre fue conflictiva. Hemos sido educados lejos de los plebeyos, pero nuestra misión siempre fue darles luz y apoyo. Hemos sido criados lejos, porque nuestra estirpe es cercana a los cielos. Nuestros vocablos, aquellos con los cuales nos designan, se entremezclan con el origen del tiempo. Tan larga es nuestra memoria. A los seis, bajó el ángel y me señaló, y ya nunca más fui para mí mismo, sino para todos. Desde entonces, todo lo que he hecho ha sido recto. Los hombres acompañaron mi espíritu sumiso porque para ellos es un honor servir a la levedad. Me guiaron durante la vida media y me regalaron el silencio de la meditación, que es el constructor de los imperios de la mente. También me enseñaron el misterio vigoroso de la batalla, que es la breve paradoja (que recién ahora comprendo, precisamente ahora) de ganar primero y combatir después. Pero lo más bello que se me ha dado fue el arte de la caligrafía. El árbol nos sosiega con su candor, pero nosotros sosegamos al mundo. Somos “eso” pero también somos su símbolo, su ideograma. Esa paz (que voy a extrañar) es lo que me ha dejado en mi memoria la tela entramada y la olorosa tinta (hay un olor a animal más fuerte). También vivimos conforme al honor, porque el honor es la responsabilidad de tener la vida de la plebe en nuestras manos, y servimos a la plebe porque no hay un honor más grande. Somos el escalón que se afirma en el aire, el interdicto que lee Dios. Por eso nuestra justicia puede parecer soberbia, porque la sabiduría del hombre es un arbusto torpe que cualquier viento lo mece. Hemos cortado las cabezas de nuestros enemigos y las supimos peinar y las embellecimos, porque es un orgullo para nuestras picas alimentarnos de su moral y de la fuerza vital que le han concedido los dioses. Matamos los hombres con la espada porque no hay nada más difícil que matar a un hombre. Cuando matamos a un hombre, matamos el ápice del presente y con la espada es imposible huir del aquí y del ahora. Sólo los impiadosos matan desde lejos. Sólo los antojadizos no sirven a su plebe. Nos aseguran que otros bárbaros han cruzado la mar, que otro tipo de rostros nos acechan. Usan rifles y no todos ellos se conocen entre sí, tan grande es su número y tan grande su ignorancia. También dicen que se han hecho de lacayos adeptos que antes supieron jurar por nuestro imperio, y que éstos son las verdaderas máscaras de aquéllos. Pero hoy, yo estoy feliz (la puerta está entreabierta), porque me asiste la naturaleza que siempre fue bondadosa conmigo. El agua del lago humedece mis rodillas (y la luz me inunda), y la espada aún sostiene el peso de mi cuerpo encorvado. Aunque no la vea, sé que hay una gota de sangre que pende de la punta. El rictus es doloroso y la mejilla de mi enemigo está contra mi mejilla y sus manos aún sostienen la espada (y ese olor cede). Su rostro no es un rostro como el mío. Es la máscara (y el día se está haciendo más claro a pesar de que el sol esté cayendo). La voz del traidor musita, estamos haciendo un mundo mejor, y yo no puedo evitar derramar lágrimas en mi rostro oriental.



ALEJANDRO DEL POPOLO. Nació el 16 de enero de 1970 en Rosario. Ingeniero de profesión y fotógrafo de vocación, ha realizado varios talleres de escritura, uno coordinado por la escritora Andrea Ocampo y actualmente con el dramaturgo y escritor Leonel Giacometto.

Analecta Literaria

Revista de Letras, Ideas, Artes y Ciencias.

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